Pesadilla española: la balada del juez Llarena

Pesadilla española: la balada del juez Llarena

En una cálida noche del 27 de julio de 1996, y en plena celebración de los Juegos Olímpicos de Atlanta, el guardia de seguridad Richard Jewell halló una mochila repleta de explosivos a punto de detonar.

Gracias a su buen olfato policial, desbarató una masacre. Sin embargo, pronto comenzaría su pesadilla al convertirse para el FBI en el principal sospechoso de la investigación; condición que pesaría sobre él hasta 88 días después, durante los cuales se convirtió para la opinión pública estadounidense en un auténtico villano. No fue sino hasta abril de 2003 cuando el FBI consiguió arrestar al verdadero terrorista, cuyo nombre ya jamás importará. El tormento que padeció Jewell queda perfectamente reflejado en la película de Clint Eastwood, Richard Jewell, estrenada en 2019, que a su vez se basó en el artículo American nightmare: the ballad of Richard Jewell publicado por la periodista Marie Brenner.

El 27 de octubre de 2017, el entonces presidente autonómico catalán Carles Puigdemont declaraba ilegalmente la independencia de Cataluña, que fue hábilmente desbaratada política y judicialmente mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española y por el anuncio por parte de la fiscalía del inicio de acciones penales que, como resultado, provocó que, 8 días más tarde de la declaración unilateral de independencia, el magistrado del Tribunal Supremo español Pablo Llarena emitiera las correspondientes euroórdenes de detención y entrega internacional frente al expresidente y otros cuatro ex consellers, quienes habían huido unos días antes a Bélgica.

Lo que nuestro sistema democrático no sabía entonces, y conoce ahora, es que desde ese mismo día comenzaría una auténtica pesadilla para la Justicia española (y para Llarena), la cual, por fin, y después de más de 4 años, parece haber terminado con la sentencia dictada por el Tribunal de Justicia Europeo (TJUE) el pasado 31 de enero. Durante todo este tiempo, la evitación de un acto ilegal y criminal se había saldado con el continuo cuestionamiento de nuestra Justicia, gracias a las sospechas que los exlíderes (y ciertos políticos independentistas) habían arrojado sobre ella y también, por qué no decirlo, por el desleal comportamiento de los tribunales belgas.

Pese a ser conscientes de la gravedad de la conduta de los fugados (a ver qué estado democrático de nuestro entorno no hubiera actuado con igual o, incluso, con mayor contundencia), los jueces de Bélgica vinieron negándose, vez tras vez, a la entrega de los políticos sediciosos bajo el infundado pretexto de una pretendida violación de sus derechos fundamentales por parte de los tribunales patrios.

No obstante, y de ahí la trascendental importancia de la sentencia del TJUE de 31 de enero, el tribunal establece que "los principios de confianza y reconocimiento mutuos entre los Estados miembros constituyen la piedra angular del sistema de cooperación judicial" en el marco de las euroórdenes, por lo que no puede negarse la entrega una vez comprobada su legitimidad al emanar de un organismo judicial; y añade que "una autoridad judicial de ejecución no dispone de la facultad de negarse a ejecutar una euroórden de detención basándose en un motivo de no ejecución que se derive exclusivamente del Derecho del Estado miembro de ejecución". Dicho de otra manera, los tribunales belgas no pueden continuar negándose a la entrega de los fugados fundamentándose en inexistentes sospechas sobre la mala calidad democrática de nuestra Justicia.

Tal y como le ocurrió a Richard Jewell, en su periplo de villano a héroe, con la decisión del TJUE la Justicia española ha pasado a recuperar su mancillada credibilidad después de verse vilipendiada durante estos últimos años.

Sin embargo, y aquí llega la parte trágica, puede que también el final de ambas historias -la de Jewell y la de nuestra Justicia (encarnada en Llarena)- tengan algo en común: si Richard Jewell no llegó jamás a recuperarse de aquel infierno y murió sólo unos pocos años más tarde siendo aún muy joven, por su lado la Justicia española, y con ella Llarena, verá "morir" el proceso contra Puigdemont y los ex consellers al no poder acusarles de los delitos de sedición y malversación. Y lo peor es que así será por obra y gracia de la última reforma del Código Penal aprobada hace unas semanas por el gobierno de Pedro Sánchez, que eliminó el primero y modificó el segundo.

Por consiguiente, la pesadilla para España, y la balada de Llarena, aún no han terminado.

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