Un ciudadano ejemplar
A estas alturas de la pandemia que sufre España, es probable que una parte nada pequeña del país tenga la fuerte sensación de que el Gobierno no ha cumplido con su parte del contrato social, lo que el Ejecutivo no acepta.
El séptimo arte ha tratado en alguna ocasión lo que ocurriría en caso de no existir estado; por ejemplo, en El señor de las moscas (H. Hook, 1990, basada en la novela homónima de W. Golding). También lo que sucede cuando ese mismo estado no proporciona la respuesta o protección adecuada; en Un ciudadano ejemplar (G. Gray, 2009, que podría haber sido un buen filme de haberlo dirigido el director originalmente escogido: F. Darabont) o en la reciente y oscarizada Joker (T. Phillips, 2019). Y por último, si el estado, sin más, desapareciera tras un cataclismo o guerra; por ejemplo en Mad Max (G. Miller, 1979). Todos estos títulos tienen en realidad, y aunque no lo parezca, una idea común en su argumento subyacente: el contrato social.
La teoría del contrato social tiene como máximo exponente la obra El contrato social: o los principios del derecho político, escrita en 1762 por el filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau, la cual es considerada como el germen de la Revolución Francesa. En síntesis, y en su concepción actual reformulada tras las dos grandes Guerras Mundiales, el contrato social puede entenderse como la renuncia que los ciudadanos están dispuestos a realizar respecto a parte de sus libertades individuales (y contribuyendo al bien común a través, por ejemplo, del pago de tributos) a cambio de recibir por la correspondiente protección por parte del Estado. Esta teoría, como recordó el gran historiador británico Tony Judt en su libro Postguerra (publicado en 2005), se ve reforzada en la idea de la absoluta confianza que los ciudadanos depositan en que el gobierno planificará y resolverá todos sus problemas, destinando a tal efecto cuantos recursos económicos y materiales sean necesarios.
A estas alturas de la pandemia que sufre España, es probable que una parte nada pequeña del país tenga la fuerte sensación de que el Gobierno no ha cumplido con su parte del contrato social, puesto que no está actuando como sería deseable ante la dramática crisis del coronavirus. Y posiblemente una parte no menos importante de la ciudadanía también esté convencida de que el Gobierno de Sánchez no ha tenido la necesaria capacidad de planificar lo previsible y que, por tanto, se ha visto obligado a improvisar a medida que las circunstancias empeoraban.
No obstante la ineficacia demostrada, desde el 14 de marzo el Gobierno ha venido pidiendo al pueblo español que cumpla con su contrato social y se comporte cual ciudadano ejemplar. Se le exige así que soporte una cuarentena obligatoria que algunos miembros del ejecutivo ni se han avenido a cumplir (mientras, muchos ni podrán enterrar a sus muertos). Que se respete la prohibición de apertura de aquellos comercios que no sean de primera necesidad (abocando a muchos propietarios de pequeños negocios al cierre definitivo). Ha ordenado a sus fuerzas y cuerpos de seguridad y al ejército que sigan prestando su dignísimo cometido (muchos de ellos sin la debida y necesaria protección). Otro tanto de lo mismo ha ocurrido y sigue ocurriendo con todo el personal sanitario, de justicia o de limpieza (muchos de los cuales están enfermos o lo estarán en los próximos días gracias a que no contaban -ni aún hoy- con medidas protectoras adecuadas). Y finalmente, ese mismo gobierno pretende que en las próximas semanas autónomos, empresas y trabajadores que no tienen apenas actividad, que tuvieron que dejar de producir o que, posiblemente, hayan perdido -al menos temporalmente- sus empleos, cumplan en tiempo y forma con sus obligaciones tributarias (muchos se verán forzados a solicitar créditos -ya veremos cómo- para cumplir con el Fisco).
Pese a todo ello, el Gobierno de Sánchez no acepta, al menos, asumir la realidad de una tardía reacción y una mala planificación frente a la crisis sanitaria. Y lo peor es que ni tan siquiera tolera ya la sola crítica a su gestión. Siendo así, ya veremos cómo encaja el Ejecutivo la existencia de un procedimiento judicial abierto, de momento, ante el Juzgado de Instrucción nº 51 de Madrid que se tramita contra el delegado del Gobierno en Madrid por los presuntos delitos de prevaricación y lesiones imprudentes, el primero de los cuales castiga con hasta 15 años de inhabilitación especial para empleo y cargo público a la autoridad o funcionario que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo. La jueza titular ya ha remitido la causa al Tribunal Supremo, pues Sánchez es uno de los denunciados y por tanto goza de aforamiento parlamentario. En espera de lo que suceda fuera y dentro de los tribunales competentes, el resto seguirá comportándose como un ciudadano ejemplar.