Una amarga condena
Es justo recordar que los tribunales de justicia aplican e interpretan en su caso las leyes vigentes. Y que quien las promueve, redacta y promulga es el poder legislativo (congreso y senado) el cual, a través de una política criminal determinada, decide qué conductas pueden ser merecedoras de un reproche penal; qué comportamientos van a ser en el futuro considerados delictivos y, por tanto, sancionados con la pena correspondiente. El Derecho penal se adapta a la realidad social y, pese a su indiscutible vocación de permanencia, ha venido amoldándose a las nuevas formas de delincuencia y pretende acabar con las cronificadas: violencia de género, lucha contra la delincuencia organizada, la ciberdelincuencia, etc.
Así fue, por ejemplo, como en 2003 se introdujo en el Código Penal el artículo 506 bis, que pasó a penar con hasta 5 años de prisión la convocatoria ilegal de referendos. La introducción del referido tipo penal tenía como objeto frenar los larvados propósitos secesionistas que, por aquel entonces, algunos creyeron advertir en la conducta de un líder autonómico. Sin embargo, sólo unos pocos después, el delito fue eliminado fulminantemente por la aritmética parlamentaria que surgió de las elecciones de 2004. Y es posible que, de haberse mantenido ese tipo penal, y desde luego una política criminal en concordancia con el devenir de los hechos, el delito de rebelión hubiera podido ser objeto de una revisión o, al menos, de una actualización en su estructura, elementos y/o requisitos, que guardase consonancia con una nueva realidad social completamente distinta a la decimonónica, cuando el tipo penal fue ideado.
El Tribunal Supremo debía, pues, lidiar fundamentalmente con dos delitos existentes en el actual Código Penal que, a priori, encajaban en los hechos ocurridos un par de años antes: el de rebelión (“son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para […] declarar la independencia de una parte del territorio nacional”) o el de sedición (“son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes […]). No había más alternativas, ni más preceptos que pudieran encajar y que, por supuesto, hubieran sido objeto de acusación, aparte de la malversación y desobediencia. Con el inconveniente adicional de que ninguno de los dos primeros había sido objeto de una interpretación jurisprudencial a la que asirse. En todo caso, la nota diferenciadora de sendos delitos (además de las penas aplicables a uno y otro: hasta 25 años el primero y hasta 15 años el segundo) era, en sustancia, la existencia de violencia, puesto que el primero exigía ineludiblemente el uso de la misma en el propósito independentista. Y por tal motivo se consagró la mayor parte del juicio a tan fundamental aspecto.
Así las cosas, el pronunciamiento condenatorio dado a conocer ayer revela dos circunstancias que deben ser objeto de una más honda reflexión (necesariamente diferente a estas precipitadas líneas): de una parte, que resulta más que aconsejable -diríase que hasta exigible- una nueva política criminal que venga a adaptarse a sucesos como los ocurridos entre septiembre y octubre de 2017 en Cataluña que, aunque ciertamente extraordinarios, deben preverse expresamente en un futuro para, precisamente, se evite su reproducción. Y de otra, que nuestro Alto Tribunal puede que haya perdido una oportunidad histórica para haber repelido con mayor dureza unos actos que, a ojos de una gran mayoría, pusieron a una parte del país, y a toda una nación, al borde de un abismo legal.
La decisión del Tribunal no resulta fácil de seguir en tanto en cuanto da por probada la existencia de violencia en las postrimerías del procés, pero seguidamente resalta, de un lado, que la misma no fue “instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que” animaron la acción de los acusados; y de otro que hubo una “absoluta insuficiencia del conjunto de actos previstos y llevados a cabo para imponer de hecho la efectiva independencia territorial y la derogación de la Constitución Española en el territorio catalán”. A este argumento fáctico el Pleno añade uno subjetivo que, es todavía más complejo de comprender, toda vez que afirma que, en realidad, los acusados sabían que su aventura secesionista era inviable, una ensoñación; un mero señuelo para usar a la población como arma de presión contra el gobierno de España para obtener mayores beneficios en una futura negociación. Por ello, concluye que el delito de rebelión sólo será aplicable cuando el riesgo que intenta evitar (la declaración de independencia de una parte del territorio nacional) sea “real y no una mera ensoñación del autor o un artificio engañoso creado para movilizar a unos ciudadanos que creyeron estar asistiendo al acto histórico de fundación de la república catalana”.
Es evidente que con esta interpretación tan restrictiva del tipo de rebelión (más acorde, es cierto, con los derechos de los acusados) el Supremo convierte en casi imposible su futura aplicación, dejando así en manos de los legisladores (como tenía que haber sido) que hechos análogos sean sancionados con mayor severidad merced a una redacción más actualizada de este delito.